En el imaginario colectivo, la riqueza mineral y energética suele asumirse como bendición. Cobre, oro, gas, y ahora litio: los recursos parecen ser el pasaporte hacia el desarrollo que el Perú ha esperado por décadas. Sin embargo, la historia económica mundial nos advierte que la abundancia también puede ser trampa. La llamada enfermedad holandesa describe precisamente ese riesgo: cuando la dependencia de las exportaciones de recursos naturales fortalece la moneda, debilita la industria, desincentiva la diversificación productiva y, a la larga, condena a los países a la inestabilidad y al atraso.
Hoy nuestro país no es ajeno a este peligro. Más del 60 % de nuestras exportaciones dependen del cobre, un metal que nos conecta directamente con los vaivenes de la economía global. Basta que China desacelere su demanda para que los ingresos fiscales se resientan y la estabilidad macroeconómica tiemble. La misma lógica aplica al gas de Camisea o al esperado litio de Puno: si se limita a exportarse como materia prima, será otro capítulo de riqueza efímera y oportunidad perdida.
Los síntomas ya son visibles. La entrada de divisas fortalece al sol, encarece las exportaciones no tradicionales y resta competitividad a sectores como la agroindustria, la pesca o el textil, que generan empleo más descentralizado y sostenible. Importar se vuelve más barato que producir; exportar bienes elaborados, más difícil que vender minerales sin valor agregado. Este proceso erosiona lentamente la posibilidad de un desarrollo equilibrado.
A ello se suma un factor particularmente perverso en el caso peruano: la minería ilegal. Este fenómeno, que ya mueve más dinero que el narcotráfico, no solo destruye bosques y ríos en Madre de Dios o la Amazonía andina, sino que distorsiona la economía nacional. Oro extraído sin control, comercializado sin tributar y lavado en circuitos informales significa pérdida de ingresos fiscales, fortalecimiento de mafias y un Estado cada vez más débil para ejercer autoridad. La enfermedad holandesa, en nuestro caso, no viene sola: se combina con un “virus interno” que agrava los desequilibrios, socava la institucionalidad y genera violencia social.
El problema es que, mientras celebramos récords de exportación mineral, olvidamos que esos ingresos no son eternos. La experiencia de otros países demuestra que el boom extractivo, mal administrado, se convierte en espejismo. Cuando los precios internacionales caen, los Estados enfrentan déficit fiscales, paralización de inversiones y crisis sociales. Lo vivimos en la década pasada con la caída del cobre y lo podríamos repetir si seguimos caminando por la senda de la dependencia.
¿Qué hacer frente a este mal? La receta no es un misterio. Chile creó fondos de estabilización con el cobre, Noruega industrializó y ahorró con el petróleo, y varios países asiáticos apostaron por educación e innovación para no depender de un solo recurso. En el Perú, la prioridad debería ser clara: usar la bonanza para diversificar la economía. Ello implica apostar por la agroindustria de exportación, la industria alimentaria, el turismo sostenible, la manufactura, la digitalización y, sobre todo, la industrialización de nuevos recursos como el litio, para no repetir la vieja historia de vender barato lo que otros transforman caro.
Del mismo modo, se requiere un golpe firme contra la minería ilegal. Mientras este monstruo siga creciendo, no solo se perderán miles de millones en recaudación, sino que se consolidará un poder paralelo que erosiona al Estado y convierte la riqueza en violencia, contaminación y atraso. No habrá estrategia contra la enfermedad holandesa si se permite que la economía ilegal se normalice como parte del paisaje.
El Perú necesita mirar más allá del brillo del cobre y del oro. La riqueza verdadera no se mide en toneladas exportadas, sino en empleos dignos, innovación tecnológica, infraestructura de calidad y servicios públicos que eleven la vida de las personas. La enfermedad holandesa es, en el fondo, una advertencia contra la complacencia: la bonanza puede ser la antesala de la crisis si no se transforma en desarrollo sostenible.
Estamos a tiempo de decidir qué camino seguir. O nos dejamos arrastrar por el espejismo de la riqueza fácil y efímera, o usamos los recursos naturales como palanca para construir un país más justo, diverso y preparado para el futuro. La elección no es técnica ni económica: es política y moral. Porque el verdadero mal holandés no está en los minerales, sino en la incapacidad de convertirlos en prosperidad para todos.